Los Carabancheles y Leganés (Ramón Gómez de la Serna)
By Fco. Cecilia - sábado, noviembre 30, 2013
España, 1919. Semanario de la vida nacional.
Los Carabancheles y Leganés por Ramón Gómez de la Serna.
En invierno y en verano tomo muchas veces el tranvía de Leganés no solo para ir a Leganés... sino para pasar por los Carabancheles. Es el más largo viaje de tranvía. Si la Compañía quisiera podría inventar unos kilométricos. El cartelón en que va impresa, en lo alto, la dirección de este tranvía, es de olor amarillo, como la locura, "amarillo locura".
En este tiempo ese viaje es internarse en el suculento desierto de España, ese desierto fértil que sabe a pan. "Vamos a cruzar el mar del calor, por que ya en pleno mar del calor se sentirá por lo menos, la brisa yodada y fuerte del calor"; y tomamos ese tranvía en la Plaza Mayor - la estación de las Delicias, de los tranvías.
Después de saborear todo el encanto napolitano de la calle de Toledo y pasar por la Fuentecilla, donde está el oso aleonado, que toda los timbales; aunque lo que se ha querido representar es que domina ambos mundos, en pie y con una garra en cada uno, se pasa por el gran arco del triunfo, pesado como un palacio de piedra y de puertas estrechas, por las que con esa inconsciencia animal de los tranvías, le da miedo de pasar y anda lento creyendo que no cabrá por el aro por que pasa todos los días.
Llega al Puente de Toledo, puente como de barro cocido y con adornos de barro desmoronado, en arenisca que se desnuda poro a poro rápidamente. Pasado el puente las tabernas dan animación a su desembocadura. En la que lo enfronta, el vino de Valdepeñas de finas aguas, que no son aguas sino vino, brilla al sol como si fuese rubí líquido, y en la de la derecha un montón de cráneos de cordero esperan, ya fritos o para freír, que alguien se le antoje abrirles por la raya de enmedio (Tal al lado de los cementerios y viendo pasar a más grandes y racionales corderos muertos, es difícil comerse uno de esos cráneos.)
Después, el tranvía coje todo el camino arriba tapia del cementerio y si no se le cruza uno de esos numerosos rebaños que entran en Madrid como judíos vencidos y que los tranvieros y los de las plataformas saben si son buenos o malos, de buena o de mal estirpe y saben, además "que los matarán mañana por la mañana y que aunque entren temprano tendrán que esperar en una posada que hay en el paseo de Pontones" (¡Grandes corrales llenos de víctimas que esperan el amanecer! Es tan numeroso el sacrificio que se agranda la proyección del sentimentalismo pueril que pudiéramos tener frente a un solo cordero.)
El tranvía sigue, pasamos frente a unas capillas y junto al cuartel de la guardia civil - el segundo del trayecto - y vemos a la puerta a los guardias civiles en traje de rayadillo, con gorro de cuartel y con la pistola muy visible y gruesa, colgarlo de su cintura sobre los riñones.
Atravesamos la vía del ferrocarrilito militar y si da la casualidad que va a pasar el tren, vemos que un solo soldado es el guarda vía, en esa carretera por la que pasan raudos aros, carros, rebaños y tranvías y gente a los que no opone sino una larga cadena que cierra como un cordoncito la ancha carretera.
Seguimos. Se pasan colonias, pueblecitos, tejares, más iglesias, conventos, una casa en que un hombre muy celoso y muy avaro tiene encerrada una mujer muy guapa, un hermoso jardín de colegio, otro hermoso jardín donado para asilo y se entra en Carabanchel Bajo, un poco a la moda del antiguo Madrid, , como si llevase puesta la americana de los bisabuelos, aunque con botones nuevos, botones nuevos que son esa peluquería con sillones-camas americanos, esa pastelería y ese bar. El tranvía llena de chirridos el pueblo y se sale frente al Reformatorio de Santa Rita y al tercer cuartel de guardia civil del camino.
Se pasa la Colonia de la Prensa, en la que al lado de los hotelitos de algunos amigos y auténticos periodistas hay otros de viejos y desconocidos periodistas. Se mira durante largo rato la tapia interminable del palacio y jardín de la española que fue emperatriz de los franceses; gran finca en la que se celebraron fiestas inolvidables para los que las recuerden y gracias a las que el camino de Carabanchel se llenó de esos grandes coches que van a las carreras llenos de aristocracia, y todos los coches que van a las carreras de caballos inglesas, cargados de Lores ¿Cómo el polvoriento y plebeyo camino de Carabanchel pudo ser ese gran camino de la moda y el lujo de que tantas veces habla la Moda Elegante?.
Se entra en Carabanchel Alto, que ya está vestido con una moda de más lejos de Madrid, aunque tenga lujos de pueblo, tan señoriales como ese café hundido y solemne que hay a su entrada. Se le cruza raudamente, viendo al pasar, un pobre niño de esos con armazón de metal y media cabeza ortopédica, en la que no es lo peor el espectáculo de metal sino ese pedazo de cráneo de pasta, como un pedazo de cabeza de muñeco de cartón con un agujereado particular que da el sentido medio de la cosa a ese cráneo.
Y se sale al campo verdadero, al campo no de las afueras de Madrid sino de fuera de Madrid. La casita modernista, tipo de Club Náutico, de la telegrafía sin hilos, queda muy chiquitita bajo la torre estrecha y larga, hecha de hierros cruzados, pequeña torre Eiffel que ha salido delgada y en cuyo lugar en el primer momento de estación radiotelegráfica había un palo - desde Madrid parece que lo sigue habiendo - muy largo, como los palos mayores de las naves venecianas que se elevan en la plaza de San Marcos, como primitiva antena de cuando no había telegrafía sin hilos y cuyas banderas telegrafiaban sin hilos a lo lejos el éxito y el prestigio de aquellos dueños del mar.
Pasado ese admirable artilugio como de circo, para unas "águilas humanas" de insospechable trabajo, se penetra de lleno entre los olivos, que es lo que más preciado nos proponemos siempre ver en este viaje a Leganés. Frente a los olivos se verifica el cruce del tranvía ascendente con el descendente. Se ve que hay que esperar y los viajeros se bajan Este es también el sitio en que se cojen los mejores grillos, aquellos cuyo timbre es más potente por que en las pilas secas del timbre de su gri-gri hay más carga eléctrica.
Suena un aeroplano sobre nuestras cabezas, por que estamos en su centro de operaciones. Suena con ese ruido de máquina que necesita aceite "¡¡Eche más aceite en la hélice y en el aire para que no suenen así!!" se le gritaría.
Todavía no viene el otro tranvía. Se coje una aceituna verde y se mordisquea. Aún no las ha aliñado la naturaleza.
Ya viene el otro tranvía. Como viajeros que vuelven al tren se sube al tranvía que emprende su loca carrera por el campo. Parece que se ha escapado a su destino corto en el internado de la ciudad, parece que huye como un ladrón y que naufraga en el campo, por que en medio de este valle inmenso, valle con todo, con varios oasis, con la noria en medio y sus chopos alrededor; se le ve chiquitito sin más que una unidad y sin máquina - vapor descarrilado- frente a los trenes largos que le ven desde lejos asombrados, y cuyos viajeros sospechan que no tienen muy seguras sus ideas cuando creen haber visto un tranvía "¿un tranvía?" ¿Es un tranvía aquello? ¿Por aquí enmedio un tranvía? - se ve que preguntan.
Solo la sombra que hace sobre el campo es alta como si tuviera varios pisos.
Por fin después de pasar las eras y de ver como pintado por un loco un "Leganés" violeta con grandes chafarrinones, se entra en el verdadero pueblo de Leganés, tira hacia la Iglesia y se para en la Plaza de la Constitución. Mientras espera el tranvía para volverse a marchar o si no quedándonos hasta el otro damos una vuelta por el pueblo.
Detrás de la verja del Manicomio hay tipos venerables cuya serenidad parece que no es locura, aunque ya es sorprendente ver que en este día canicular lleva el cuello de la americana levantado. No es lo importante, sin embargo, el Manicomio hay muchos hotelitos en Leganés que parecen habitados por un loco distinguido, y hay casas como de parientes de los locos que han venido a estar cerca de ellos, otras con las persianas echadas y que son las casas de los filántropos amigos de los locos, caballeros que saben disfrutar y justipreciar la caballerosidad que los distingue y que añaden a las obras de misericordia esa que no podía estar mezclada a la de los enfermos y que debía haber sido: "Visitar a los locos".
Después de andar con recelo por el pueblo reseco, se vuelve a la Plaza de la Constitución en la que está el Ayuntamiento pintado de color sirena de los grandes edificios y en cuyo primer piso se abre a la calle, una terraza interior, nada volada, terraza profunda y cubierta por el techo común del edificio en cuyo triángular frontispicio -como el de los grandes edificios también,- hay un reloj; gran balconada como para que se asome a ver la nueva Constitución el Ayuntamiento en pleno, o mejor dicho: el Consistorio porque esta es la palabra digna de la congregación que se reune en ese edificio.
El tranvía se va a ir de nuevo, y se sube a él con permiso de quedarse en Leganés. La sombra de la tarde como si fuese la camisa de fuerza de estos pueblos españoles, llena de esa locura aciaga que es el sentido común explorando en refranes, nos aprieta y aun poco y somos los que se van. ¡Qué pena nos dan estos tipos de grandes hombres achabacanados en la retención del pueblo, dentro de sus callejas augustas y constriñidas y que ha tenido dos o tres veces un rasgo de hombría admirable! Con esa última pena en el corazón nos volvemos a Madrid.
Los olivos en la noche parecen más del invierno, parecen secas vides de tronco más ancho y brazos más cortos.
Ramón Gómez de la Serna (1919)
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